Inhala.
Puede atraparse la inmensidad del aire, sin piedad, hasta hinchar sus pulmones.
Exhala. Arrójelo al no pertenecerle. Ni a las criaturas, ni a los destellos de
luz. La posición de montaña sigue, esconda el torso y la cabeza en el piso, y
levante la cadera. Sienta los temblorcitos de su cuerpo. Relájese. No se va a
morir. Es parte de su formación como humano en el entorno. Imagínese las veces
que le han sacado los ojos al piso por escupirle la cara. También imagínese si
tuvo boca para opinar, pero no porque el invierno lo congeló. Imagínese. Sienta
cómo se remuerden sus dientes cada vez que alguien pisa. No se preocupe, en
caso de molestarle las vibraciones, mejor aguántese. Atlas ni se queja. Luego
de ser montaña, conviértase en una cobra; para ello deslícese aunque le truenen
sus vértebras. Ha pasado el invierno y el reloj empieza a caducarse. Ya me
cansé de no tutearte, dispense las molestias, pero usted no está viejo, no lo
suficiente para tener el respeto. Los tornados juegan con tu cabeza. Te llevan
de un costado al otro, entre los anillos de Saturno. Pasan las estaciones y no
te das cuenta porque las flechas del reloj se incrustan en tu mentón y frontal.
Te transformas. Dejas de ser cobra. Tu veneno se disipa, no es efectivo para
los escorpiones que te rodean. Ahora se desaparecen las manos, las piernas: se
las traga el suelo. Eres una piedra roja. Te pudres, sin darte cuenta. Algo
queda, un silencio, el hueco de la hora. Para que no te duela inhala y exhala
lentamente. Quizá como piedra ya no percibirás el suspiro, por eso debes tener
a la mano un ungüento. El olor te hará reconocer cualquier planta. Lástima que
se fue el invierno y ninguna estación sigue por el otoño. Las hojas caen.
Raspan y abren cada una de las heridas. Asegúrate que no caigan en tus brazos.
Pesan más que el cemento. Más que la ceja fruncida de ira. Si es así, comienza
el dolor y sin la respiración es una pesadilla. Las hojas caen diciendo que son
los lamentos de un cometa, la llegada de los sueños o de los elefantes rosas.
Si te duele mucho más, alguien puede rociar el cuerpo. Una memoria sustituyendo
a la mirada, al gesto, al tacto. Una memoria se convierte en una mano tibia
rodeando tu silueta y buscando tu piel a punto de colapsar. Ves cómo las hojas
de otoño son navajas amarillentas. Los destellos que pronuncian, te ciegan. Al
principio sientes cómo penetran los párpados, después los lamentos se deshacen
con las pestañas. Y no te das cuenta que arrancan también un hilo que
desaparece de tu garganta. Es un hilo larguísimo. En caso de tener sed es
preferible que los oídos estén tapados, de lo contrario desearás tener una
cascada en medio de la habitación, pero es otoño, y el otoño no puede ofrecerte
la selva. El otoño se hace cargo de todo, menos de tu sed. Si quieres saciarte
la sed, deja que tu cabeza vuelva a caer. La sentirás pesada, por eso ocuparás
de tus palmas para sostenerte y poner tus piernas sobre los codos. Así es: eres
toda una escultura para defenderte. Para arrancar las piernas del suelo empuja
tu lomo, hazlo, eres más fuerte ahora. Lo has logrado sin queja alguna, aún así
el otoño salpica tus rodillas. Germina la sangre. Inhala. Exhala de inmediato.
Inhala y raspa tu aliento. Es el otoño que aparece y sigue cortando con sus
navajas. Aún así, alguien toca tu espalda podrida. Es un refugio mientras el
otoño persevera. Sus navajas se convierten en cuchillas de doble filo. Te
reparten con los demás objetos. Ya no sabes dónde quedan tus piezas. Para
recuperarlas, juega a que eres el ciego del Universo y llámalas con la mente,
con la lengua invisible o con el eco. Tal vez no te escuchen. Es que ya no son
parte de ti. Son del otoño. Inhala simplemente. Hasta cuando dejes de respirar,
te devolverá lo que le debes. Para entonces ya no los ocupará. En caso que te
urjan los miembros para nutrirte, adelanta las manecillas del tiempo. Si se
destruyó antes, espérate hasta que sea octubre nuevamente. Tardará un poco y no
tendrás lágrimas con qué consolarte. Suminístralas en gotitas dosificadas. Así
no sentirás tanto dolor.
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