miércoles, 11 de abril de 2012

Una fotografía en la habitación




Miraba hacia afuera y el foco de la otra hilera era lo único que alumbraba la calle. Esperaba y no. No. Normalmente no esperaba, sino evocaba. Evocaba a sus víctimas con su presencia decadente y ruidosa. A él le gustaba parafrasear y contar el número de camisas de gente que peregrinaba. A veces predestinaba a quién le faltaba uno o más botones ya que alguna vez trabajó en una fábrica de parches, y se daba cuenta quién tenía un hueco desabrochado. Ganaba mucho y poco para subsistir, o al menos para comprar un rollo. Antes de ser fotógrafo conseguía sus materiales para que su único cuarto se convirtiera en un estudio. Luego obtuvo una cámara (su abuelo le dejó una, fue un enviado para reportar día a día lo que acontecía en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial) y de ahí cambió su vida.

Acostumbraba sentarse en una banca para que las cosas llegaran a él. Sí. Como usted leyó, le llegaban las cosas porque era un imán y todo se pegaba a su lado. En ocasiones los niños se acercaban con sus gorras florentinas, las mujeres que daban vida in comoedia, los ancianos jugando a zumbar oídos, los centrífugos caballeros (sin saber quiénes eran), los grillos púrpura y perros que se acostaban para sentir las estelas. Por cada persona u objeto sentado —digo, las hojas y libros también lo acompañaban— había una imagen decolorada, protegida en su caja guarda-rostros.

Y evocaba a todos para llenar su habitación. Era invitado para fotografiar matrimonios, pasteles transmutados, semillas exhaustivas, serpientes campesinas y rostros encerrados en el hechizo de la seducción. A él no lo conquistaban (afortunadamente), sin embargo valoraba la naturalidad: las damas —las fuertes—, lo consideraban como un siervo, urbano… un humano con séptimo sentido. Muchos, en escala peyorativa —demasiado ofensivo— lo denominaban gráfico-real. Gráfico porque nadie creía que fuese verdadero: tenía rostro de mentira, polvo... Otros lo consideraban como criatura de miedos, fósforos capciosos y de convencionalismo histórico. Prefirió olvidar el pretérito para concentrarse, lo demás no importa, solamente observaba sin llegar a una conclusión, sin experimentar ni lograr un objetivo. Fotografía por la ausencia de algo, aunque el vacío se desconozca (camino sin quijote, sin hada que pudiera guiarlo a uno de los laberintos, y allí castigarlo: dejar que fotografíe nebulosas, rapsodias y quimeras casi destruidas).
Allá está y todavía sigue como permanencia. Al otro lado hemos perdido las sonrisas, cadáveres y los ojos-espectro. Convencimos a la plata, cataratas y a las fogatas azules. Lo seduje, casi estuvimos respirando en una sola forma, condenados a perdernos entre las paredes. Ventanas rotas —reunidos sus fragmentos con cinta e hilos sujetados—, construimos muñecas degolladas, esferas pintadas de rojo… allí está, sé que hará otra fotografía. Encontró a una niña persiguiendo burbujas mientras todos veían arriba… fingiendo delirio. Todos se dieron cuenta que un avión extranjero venía en son de muerte. Todos se agacharon, cruzaron las callejuelas, y la niña buscaba las bombas de agua. Él captó a esa niña antes de morir. Yo lo capto y vigilo. Miraba hacia afuera y la ciudad era igual.

Veía el fotógrafo a una niña mientras mojaba la imagen para que se reconociera entre las gamas filtradas a calor lento. La niña tenía espuma en sus palmas ilegibles, cortantes, saudades. Esa ilusión era su preferida. Conoció por ese motivo a la maravillosa cortesana. De todas las damas —las fuertes—, con sus encantos y perfumes, esa mujer se quedó en su iris (penetró cada uno de los sentidos, sin dolor —como fotografiaba—, sin recapitulación ni edad). Él sabía que ella vivía a su lado (en el siguiente departamento) pero se desilusionaba porque la desconocía. No sabía de su nombre, pertenencia ni su memoria… Simplemente todo lo que ella era, ¡y nada más! Ella no necesitaba siquiera botones ni caminatas valencianas, solamente su independencia y el andar entre coladeras y pasillos sin que se ensuciara. La siguió como el equinoccio persigue a la Luna para que al menos pudiera atraparla en un desliz fotográfico. Pensó que había logrado admirar el rostro y no: únicamente su sombra.
      Por eso invocaba a las demás víctimas para llenar la oquedad que inconscientemente escondía, y el censurado placer lo intentaba afrontar y no podía: porque me esperaba. Sí, a mí me esperaba, a los demás no. Abrió la ventana y con cubeta en mano, apacible —mano de Midas, todo vuelto en oro— desechó el remolino de retratos que se caían, se asesinaban (renacían). Miraba y sonreía porque las personas de inmediato se acercaron y recopilaron lo que obsequiaba: todos fueron sus víctimas, les concedió sus años de trabajo. Perdida, creciente, quedé sosegada. Al girar hacia atrás me encontró: cómo deseábamos ser nuestra propia fotografía habitada y condenarla para el porvenir.
Noviembre 2009


*Con la promesa de publicarse el libro Borrones, en su espera. 

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