Miraba hacia afuera y el foco de la otra hilera era lo único que alumbraba la calle.
Esperaba y no. No. Normalmente no esperaba, sino evocaba. Evocaba a sus víctimas
con su presencia decadente y ruidosa. A él le gustaba parafrasear y contar el
número de camisas de gente que peregrinaba. A veces predestinaba a quién le
faltaba uno o más botones ya que alguna vez trabajó en una fábrica de parches,
y se daba cuenta quién tenía un hueco desabrochado. Ganaba mucho y poco para
subsistir, o al menos para comprar un rollo. Antes de ser fotógrafo conseguía
sus materiales para que su único cuarto se convirtiera en un estudio. Luego
obtuvo una cámara (su abuelo le dejó una, fue un enviado para reportar día a
día lo que acontecía en Alemania, durante la Segunda Guerra
Mundial) y de ahí cambió su vida.
Acostumbraba sentarse en una banca para que las cosas
llegaran a él. Sí. Como usted leyó, le llegaban las cosas porque era un imán y
todo se pegaba a su lado. En ocasiones los niños se acercaban con sus gorras
florentinas, las mujeres que daban vida in
comoedia, los ancianos jugando a zumbar oídos, los centrífugos caballeros
(sin saber quiénes eran), los grillos púrpura y perros que se acostaban para
sentir las estelas. Por cada persona u objeto sentado —digo, las hojas y libros
también lo acompañaban— había una imagen decolorada, protegida en su caja guarda-rostros.
Y evocaba a todos para llenar su habitación. Era
invitado para fotografiar matrimonios, pasteles transmutados, semillas
exhaustivas, serpientes campesinas y rostros encerrados en el hechizo de la
seducción. A él no lo conquistaban (afortunadamente), sin embargo valoraba la
naturalidad: las damas —las fuertes—, lo consideraban como un siervo, urbano…
un humano con séptimo sentido. Muchos, en escala peyorativa —demasiado
ofensivo— lo denominaban gráfico-real.
Gráfico porque nadie creía que fuese verdadero: tenía rostro de mentira,
polvo... Otros lo consideraban como criatura de miedos, fósforos capciosos y de
convencionalismo histórico. Prefirió olvidar el pretérito para concentrarse, lo
demás no importa, solamente observaba sin llegar a una conclusión, sin
experimentar ni lograr un objetivo. Fotografía por la ausencia de algo, aunque
el vacío se desconozca (camino sin quijote, sin hada que pudiera guiarlo a uno
de los laberintos, y allí castigarlo: dejar que fotografíe nebulosas, rapsodias
y quimeras casi destruidas).
Allá está y todavía
sigue como permanencia. Al otro lado hemos perdido las sonrisas, cadáveres y
los ojos-espectro. Convencimos a la
plata, cataratas y a las fogatas azules. Lo seduje, casi estuvimos respirando
en una sola forma, condenados a perdernos entre las paredes. Ventanas rotas
—reunidos sus fragmentos con cinta e hilos sujetados—, construimos muñecas
degolladas, esferas pintadas de rojo… allí está, sé que hará otra fotografía.
Encontró a una niña persiguiendo burbujas mientras todos veían arriba…
fingiendo delirio. Todos se dieron cuenta que un avión extranjero venía en son
de muerte. Todos se agacharon, cruzaron las callejuelas, y la niña buscaba las
bombas de agua. Él captó a esa niña antes de morir. Yo lo capto y vigilo.
Miraba hacia afuera y la ciudad era igual.
Veía el fotógrafo a una niña mientras mojaba la imagen
para que se reconociera entre las gamas filtradas a calor lento. La niña tenía
espuma en sus palmas ilegibles, cortantes, saudades.
Esa ilusión era su preferida. Conoció por ese motivo a la maravillosa
cortesana. De todas las damas —las fuertes—, con sus encantos y perfumes, esa
mujer se quedó en su iris (penetró cada uno de los sentidos, sin dolor —como
fotografiaba—, sin recapitulación ni edad). Él sabía que ella vivía a su lado
(en el siguiente departamento) pero se desilusionaba porque la desconocía. No
sabía de su nombre, pertenencia ni su memoria… Simplemente todo lo que ella
era, ¡y nada más! Ella no necesitaba siquiera botones ni caminatas valencianas,
solamente su independencia y el andar entre coladeras y pasillos sin que se ensuciara.
La siguió como el equinoccio persigue a la Luna para que al menos pudiera atraparla en un
desliz fotográfico. Pensó que había logrado admirar el rostro y no: únicamente
su sombra.
Por eso invocaba a las demás víctimas para llenar la oquedad que
inconscientemente escondía, y el censurado placer lo intentaba afrontar y no
podía: porque me esperaba. Sí, a mí me esperaba, a los demás no. Abrió la
ventana y con cubeta en mano, apacible —mano de Midas, todo vuelto en oro—
desechó el remolino de retratos que se caían, se asesinaban (renacían). Miraba
y sonreía porque las personas de inmediato se acercaron y recopilaron lo que
obsequiaba: todos fueron sus víctimas, les concedió sus años de trabajo.
Perdida, creciente, quedé sosegada. Al girar hacia atrás me encontró: cómo
deseábamos ser nuestra propia fotografía habitada y condenarla para el
porvenir.
Noviembre
2009
*Con la promesa de publicarse el libro Borrones, en su espera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario